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Fuente: Pixabay.

Por GUSTAVO D. PEREDNIK

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Se suele discutir, como si fueran dos polos opuestos, a favor de la religión o de la ciencia. La revolución científica, allá por el siglo XVII, cambio la faz de Occidente con la aceptación de que la Tierra gira alrededor del Sol. ¿Acaso fue la herencia helénica la que posibilitó este cambio revolucionario, o se trata de un nuevo aporte del pueblo judío al progreso de la civilización occidental? También queremos averiguar si la antigüedad del mundo reducida a 5761 años, o la creación del universo en seis días, son ideas anticientificas. Nos proponemos abordar aquí una y otra.

Mientras se concebía a la Tierra en el centro del universo, cada vez resultaba más arduo explicar el extraño movimiento que parecían tener los cuerpos celestes. Un astrónomo polaco, harto de tanta teoría complicada sobre ciclos y epiciclos, se propuso simplificarla por medio de un ejercicio matemático que consistía en tantear la posibilidad de que la Tierra girara alrededor del sol. Copérnico murió en 1543, sin saber que cuando un año después se publicó su “mera hipótesis de trabajo” quedó inaugurada la llamada Era de la Ciencia.

La cosmovisión medieval comenzaba a desintegrarse y los problemas prácticos iban a ser resueltos ya no apelando al principio de la autoridad, sino al del experimento y la demostración.

La Edad de la Ciencia no nació en el vacío y puede atribuírsele raíces culturales. La gran pregunta es cuál de las dos grandes civilizaciones antiguas fue la fuente de la que abrevó la Revolución Científica. ¿Son sus raíces griegas, como se arguye frecuentemente, o son hebreas, como sugeriremos en esta nota?

La teoría geocéntrica, que fue el blanco fundamental de la Edad de la Ciencia, jamás constituyó una enseñanza de la Torá, sino del helenismo. La autoridad que el método científico debió desplazar de su pedestal, fue la de Aristóteles, no la de Moisés.

Y aunque es bien conocida la suposición de que la Biblia quedó maltrecha debido a la revolución científica, se trata de un error. En un esquema de dos partes, digamos primero, por qué el helenismo fue el derrotado de la ciencia, y luego, por qué el judaísmo no lo fue.

 

LA CIENCIA HELENICA

El conocimiento verdadero era, en la concepción griega, el saber matemático. Platón suponía la realidad misma como consistente en ideas puras. Para los helenos la verdadera ciencia era la matemática. Aun la observación de la naturaleza era concebida primordialmente como una búsqueda de formas matemáticas puras en el orden natural. Ese era el punto de partida para la observación, aun la del más sagaz y cuidadoso observador de la naturaleza, Aristóteles.

Pero en retrospectiva sabemos que lo fundamental en la ciencia no es la observación en sí, sino el método empírico en el que la observación se asienta. Los griegos nunca descubrieron este método, porque consideraban que el conocimiento se deduce de principios elementales, y no por medio de explorar el mundo mediante experimento e inducción. Las ideas puras de las que hablaba Platón, no eran cognoscibles por medio de los sentidos sino por la contemplación intelectual. Tal método puede cimentar la filosofía, pero no es ciencia.

Por todo ello, para que la moderna ciencia, que es empírica, pudiera ponerse en marcha, tenía que liberar al espíritu europeo de los lazos de la pseudociencia griega. La lucha de los nuevos científicos contra el viejo orden no era una lucha de “ciencia” contra “religión” sino una rebelión de la nueva filosofía científica contra la vieja de Aristóteles. No casualmente, después de que a Galileo se le prohibiera manifestar sus opiniones, este pionero de la ciencia moderna publicó una refutación de la cosmología aristotélica, un siglo después de la obra de Copérnico.

Samuel Coleridge expresó poéticamente la opción: “Nunca pude descubrir lo sublime en la literatura griega clásica. La sublimidad, es hebrea de nacimiento”.

Ahora bien, el lector puede preguntarse por qué está tan difundido el mito de que la ciencia moderna rezagó a la religión. La respuesta es que como la escolástica medieval había logrado una elaborada síntesis entre Aristóteles y la Biblia hebrea, cuando el advenimiento de la ciencia hizo derrumbar la filosofía natural aristotélica, se escucharon voces alarmadas que salieron a defender la Biblia y su revelación. A partir de entonces, muchos cientificistas creyeron que había un conflicto inevitable entre ciencia y religión. Pero tal defensa era innecesaria, y ese conflicto inexistente. La Biblia había salido ilesa, puesto que las hipótesis de la ciencia moderna, tales como la de las órbitas planetarias o la de la evolución, no solamente no contradicen la Biblia sino que fueron elaboradas por genios muy religiosos, que creían profundamente en ella.

 

LAS FUENTES SON HEBREAS

En suma, científicos de vanguardia en el siglo XVI como Galileo o como el Maharal de Praga, no reanudaron una investigación que los antiguos griegos habían abandonado. Se entregaron a una aventura totalmente nueva del espíritu humano. El movimiento científico no se inspiró en la cultura helénica, sino que arremetió contra esa vieja ciencia a fin de alcanzar un nuevo punto de partida.

La inspiración provino de otra civilización, la hebrea. Esta fue la que otorgó al mundo la fe que venía a rechazar la pagana arbitrariedad del destino: la fe en la racionalidad de Dios. En ella pudo fundamentarse el credo indispensable para la ciencia, que era la fe en la regularidad de la naturaleza. Así lo expuso A. N. Whitehead en la década del treinta (cuando ya escribía en los EE.UU.). M. B. Foster lo complementó de este modo: para que naciera la ciencia era indispensable la doctrina de la Creación, opuesta a la del universo fortuito y sin sentido.

La actitud científica podía surgir en una civilización que reconociera a un solo Dios, racional y confiable. Recordemos que de las veinte civilizaciones que expone Arnold Toynbee, una sola dio origen a las ciencias naturales y sus aplicaciones tecnológicas: la civilización hebrea y su desarrollo en el mundo judeocristiano. Así lo explicó Allan Richardson hace tres décadas.

En resumen, el pretendido conflicto entre ciencia y religión no fue el resultado de la revolución científica, sino de la mala interpretación de alguno de los dos componentes.

El nuevo pensamiento gozaba en muchos casos del patrocinio de pensadores religiosos. Así, la prueba de la existencia de Dios (el llamado “argumento teleológico”) que aparece en el Salmo 19 (“Hashamaim mesaprim kevod El…”, “los cielos proclaman la gloria de Dios”) fue percibida en la teoría de Isaac Newton de que todos los movimientos de los cuerpos en el espacio pueden describirse por medio de una sola ley. Lo que el Salmista había comprendido por revelación, Newton lo demostraba por la razón y la experiencia.

También Juan Kepler (autor de las tres leyes que gobiernan los movimientos de los planetas) presentaba la hipótesis mecanicista como la certeza en que la Gloria de Dios se manifiesta en la perfección cronométrica del universo material. A su turno Blas Pascal, cuyo genio matemático abrió el camino al cálculo diferencial, expresó su fe en el Dios de la Biblia en contrapartida del “motor inmóvil” de la filosofía aristotélica.

Como Newton, Kepler y Pascal, los hombres de ciencia del siglo XVII dedicaban tanta atención y esmero a la reflexión teológica y bíblica como al estudio de los objetos de interés científico. Por lo tanto, en lo que se refiere a los orígenes de la ciencia moderna, no hubo conflicto entre ciencia y religión.

Ahora bien, alguien podrá argumentar con muy buen criterio que las fuentes judaicas pecan de anticientíficas al proclamar la antigüedad del mundo en 5760 años o la creación del universo en seis días.

A diferencia de otras eras como la cristiana o la musulmana, la judaica celebra el comienzo del año celebrando un evento que no le es privativo, sino que reviste importancia universal. El año nuevo hebreo no alude al Exodo de Egipto ni a la memoria de Abraham; no es parte de la historia judía propiamente. Marca simbólicamente el aniversario de la Creación de todo, mucho antes de que el judaísmo o el pueblo judío irrumpieran en el devenir humano. La visión es universalista. Al respecto, el hijo del inmortal Maimónides observó que el raciocinio fue colocado en el hombre en el sexto día de la Creación. Mucho más tardías, la Torá, la ley y la cosmovisión judías, nos fueron entregadas sólo hace menos de tres milenios y medio. Por ello, arguyó Abraham Ben Ha-Rambam, la razón es nuestro marco más natural, en el que nos sentimos más cómodos, y la tradición judaica viene sólo a complementar ese marco, o aun a perfeccionarlo. Este ostensible racionalismo fue extremado por Abraham Bibago, quien en Derej Emuná intentó demostrar que la razón es la esencia misma del judaísmo.

Pero a la luz de la ciencia, es imposible aceptar la juventud del universo. Apenas seis milenios nunca podrán reflejar ni una infinitésima parte de la evolución estelar. Baste contemplar las estrellas a la noche para volver a tomar conciencia de que la luz que nos llega de los astros partió del origen hace millones de años y por ende, oh desilusión, las estrellas que “vemos” son en rigor masas de gas que de hecho ya no existen. Esta sola prueba debería sernos suficiente para arrojar por la borda la cosmovisión del 5760.

No faltó quien aceptara literalmente la idea de que todo nació hace exactamente seis mil años, y por lo tanto el fósil que desafíe esta fecha es entendido como una prueba caprichosa para nuestra fe. Una candidez similar guió en el siglo XVII a John Lightfoot de Cambridge, quien en sus seis eruditos volúmenes (Horae Hebraicae et Talmudicae) calculó que la Creación del hombre había tenido lugar el 23 de octubre del año 4004 antes de la era común, a las 9 de la mañana.

Una cosa es descartar con una sonrisa el atolondrado cálculo de Lightfoot, y otra muy distinta es suponer que el año 5760 sea arbitrario. No lo es. La pregunta es qué significa. Sabemos en principio que resulta de calcular las genealogías bíblicas hasta retrortraernos al primigenio Adán.

Lo que no queda siempre claro es quién es ese primer hombre, qué faceta humana en particular implica su comienzo de la nada.

Esa característica es su razón consciente. Cuando en este contexto hablamos del primer hombre, no nos referimos al pitecantrupus erectus, ni a las formas más sofisticadas de los primates. Debemos procurar una característica primordial de su evolución a partir de la cual pueda considerarse que el hombre ha sido efectivamente creado.

El hombre original es el primero que adquiere la conciencia humana, la capacidad de proyectarse al futuro, de mirarse por dentro y preguntarse acerca del misterio de su existencia. Ese es el androide que hace historia, que deja grabado su devenir.

Sabemos que la historia humana comienza precisamente con la aparición de la escritura, que es el momento providencial en el que el ser humano puede asumir la responsabilidad por la humanidad en su conjunto, puesto que hereda a las generaciones pasadas y prevé su continuidad en la posteridad. La escritura, la historia humana, la Creación, comenzaron efectivamente hace seis mil años. Por lo tanto la cronología hebraica es muy sensata.

Tan sensata como el hombre mismo, parece ser. Mientras la inteligencia de éste fue creciendo en su desarrollo, creció en él proporcionalmente la masa cerebral, lo que llevó a una remodelación de la cabeza. El hombre pudo hacer con las manos lo que antes hacía con los dientes, y por ello pudieron bastarle mandíbulas más pequeñas. Iba desalojándose lugar en la cabeza para que el tamaño cerebral pudiera aumentar.

También la pelvis debió ser remodelada, para que pudieran nacer bebés con cabezas grandes. No sorprenda entonces que, de las millones de especies que habitan nuestro planeta, la única para la que el alumbramiento es normalmente doloroso, es la humana. Ello puede ser consecuencia del incesante incremento de la capacidad craneal.

El Génesis curiosamente revela el nexo entre la evolución de la inteligencia y el dolor de parto. Recordemos que como castigo por ingerir del Arbol del Conocimiento, Dios reconviene a Eva que “parirá con dolor”. Con dolor, porque la inteligencia que ha “ingerido” ha ampliado el neocórtex, y el primer hombre cuyo volumen endocraneal coincide con el del actual es el homo erectus.

LOS MARAVILLOSOS SEIS DÍAS

En cuanto a la Creación en meramente seis días, existen igualmente modos científicos de resolver la cuestión. A partir de las observaciones de Edwin Hubble en 1929, se considera que el universo está en constante expansión. Ello significa que los objetos estuvieron en el pasado más cerca uno del otro, e incluso en un momento, supuestamente hace unos quince mil millones de años, cuando la densidad del universo era infinita, todo estaba exactamente en el mismo lugar.

De ello puede deducirse que, cuando el universo era infinitesimalmente pequeño e infinitamente denso, hubo un Big-Bang del que derivó todo. Ese Big-Bang es eminentemente compatible con la Creación.

Einstein ha demostrado la relatividad del tiempo, cuyo fluir es más lento a medida que aumenta la gravedad en un lugar determinado. Cuando se mira un sistema de baja gravedad desde uno de alta gravedad, la imagen parece como un video a alta velocidad. Para imaginar la posibilidad de mirar todo el universo desde afuera, como un sistema cerrado, debemos considerar que la masa total es 1056 gramos, y el radio es diez mil millones de años luz. Un físico nuclear del Instituto de Tecnología de Massachussets, Gerald Schroeder, se tomó el trabajo de hacer los cálculos pertinentes, y llegó a la conclusión de que, una conciencia que abarcara todo el universo, experimentaría el campo gravitacional producido por la masa total, para la que el tiempo fluye un billón de veces más lentamente que en la Tierra.

Por lo tanto, esa conciencia que mira el universo desde su “borde”, vería transcurrir apenas un minuto mientras en la Tierra pasarían un millón. Y eso reduce los 15 mil millones de años a… seis días.

En otras palabras, mientras para relojes que actúan al potencial gravitacional actual, transcurren miles de millones de años, para un sistema que incluya todo el Universo, pasarían sólo seis días. Esa sería la perspectiva para un Creador Infinito. O como lo expresa el salmo 90: “Mil años son ante Ti como una noche fugaz”. Los seis días del Génesis son en suma días divinos, y por eso la Torá tiene una manera distinta de referirse al tiempo si es antes de Adán o después de él. Los días divinos son una cosa, y otra es nuestra experiencia temporal.

Los treinta primeros versículos de la Biblia describen los quince millones de milenios de la historia cósmica, que comienza con la creación del único elemento del universo con una estabilidad invencible – la luz y su velocidad. Ese “primer componente” de la naturaleza no casualmente es el único que se menciona expresamente al ser aprobado. En las otras seis ocasiones “y vio Dios que es bueno” en términos generales; con respecto al parámetro inicial “y vio Dios la luz, que es buena”.

De todos los relatos antiguos acerca de la Creación, sólo el de la civilización hebrea permite el escrutinio de una aproximación científica. O en términos de Maimónides, los supuestos conflictos entre la ciencia y la Biblia pueden surgir o bien de la carencia de conocimientos científicos o bien de una defectuosa interpretación del Libro de los Libros.

*Publicado por Hagshama.

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